Duerme un poco más

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Anoche soñé que conocía a una arquitecto que brillaba con luz propia.

Qué manos tenía.

Sólo contando con esa parte de su cuerpo, y por cómo se movían en el aire cuando se expresaba, habría sido capaz de captar la atención de cualquier hombre en este mundo.

Yo era un pobre mortal. Un pescador de la zona fascinado por haber encontrado a una mujer como esa, interesada en aquel lugar.

Alguien completamente alejado de ella. Extraño en su sofisticado mundo.

Soñé que me armaba de valor y que, desafiando toda lógica, un simple pescador lograba convencer a la arquitecto para que viniera a ver un acantilado único en aquel paraje.

Era un día de verano y había sombrillas y hamacas.

Soñé que me pedía que le cogiera de la mano para no tropezar en la arena. Que, en contacto con la mía, se olvidaba del asunto que le había traído hasta allí, de forma que, al final, nos pasábamos todo el día, desde el atardecer hasta el anochecer, sentados en mitad de la playa, bajo las sombrillas.

Soñé que no parábamos de hablar durante muchísimas horas. Que le contaba cosas sobre los equinodermos de aquella costa. Que al llegar la noche le mentía, piadosamente, inventándome constelaciones para sorprenderla.

Soñé que le decía mi nombre y que, de pequeño, me gustaba jugar a aquel juego. Que, de hecho, tenía una cuenta en aquel foro. Que mi nickname hacía alusión a la fotografía.

Entonces ella sonreía, sin decir nada más. Su mano me acariciaba el cuello y yo fijaba mis ojos en sus labios.

Por la mañana, cuando desperté, era plenamente consciente de que todo había sido un sueño y que éste había terminado. Pero decidí irme a comprar una caña de pescar.

Soñar con bares… Y algo más

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El único sueño del que creo que no me olvidaré jamás y que, aunque surrealista, percibí que tenía un sentido increíblemente real y profundo:

 Soñé que iba a un bar y que había una cola de gente que comenzaba en la entrada y acababa en una mesa al fondo. Allí esperaba sentado un señor. Estaba solo y bebía una cerveza, aunque pacientemente atendía a todo el que aguardaba en la cola, uno a uno. Pregunté quién era ese hombre y me dijeron que se trataba de Jesús de Nazaret. Personalmente no creo en Dios pero respeto profundamente la figura de Jesús. Así que, por curiosidad, esperé en la cola a que llegara mi turno. Cuando me tocó sentarme delante suya tuvimos un coloquio muy corto. Hubo menos palabras que lenguaje no hablado y la conversación terminó con una frase lacónica que, curiosamente, me hizo sentir especialmente bien.

Cuando desperté, no de forma exacta, recordé lo que me quiso decir; algo así como «si un día no hay nadie, ya sabes que aquí estoy yo».