Proyecto UMA

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Tres historias y tres versiones -la de una heroína, la de un héroe cansado y la de un antihéroe- respecto a un tótem que representa los valores más inquebrantables de la naturaleza más desconocida, y que se vale de la belleza y la presencia de las montañas como lanzadera y ascensión simbólica a dichos ideales.

Cuento de temática juvenil inspirado, a modo de FanFiction, por el viejo videojuego de SquareSoft, «Final Fantasy VI»:

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PD: Si lo lees y quieres comentar algo, sé despiadado.

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Dibujo: Maxime Viventi

La aproximación pitagórica en Majora’s Mask

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Los pitagóricos, que eran religiosos y matemáticos, creían en el Cosmos. El Cosmos era concebido como un sistema puramente ordenado. Unitario y que abarca todo. Armonioso en un sentido eminentemente musical. Simétrico y equilibrado. Proporcionado y libre de entropía. Puro y, sobre todo, sanador; que no nos necesita pero que, por su condición, nos puede salvar.

A su vez, tratando su vertiente religiosa, creían que la música, por medio del sentido del oído, era lo único que podría vincularnos con el cosmos, accediendo por el oído hasta llegar al alma. Así, el buen músico era, de algún modo, conocedor del Cosmos: creían que la música que era perfecta nos embriagaba de tal manera que el alma podía escapar del cuerpo. La buena música, en definitiva, era una creación de los dioses, pertenecía al Cosmos y tenía poder psicagógico y de sanación hacia el alma, encerrada en el mortal, imperfecto y pecador cuerpo humano:

«La purificación y liberación del alma es el objetivo más sublime del hombre, el cual sólo se logra por medio de la buena música».

Si bien es conocido el simbolismo que recae en toda la saga de The Legend of Zelda, creo que podría ser posible que la más que tratada parafernalia musical que recae en, sobre todo, sus últimos títulos podría haber bebido de fuentes filosóficas, siendo los pitagóricos quienes durante los siglos VI y V a.C. mejor reflexionaron sobre lo que de facto nos enseña el vendedor de máscaras felices: un personaje conocedor de una melodía capaz de sanar el alma y cuyo nombre no es otro que el de «Canción de la Curación». Pudiera ser puramente casual, pero lo cierto es que Link la emplea en reiteradas ocasiones para, según palabras del propio juego, «sanar las almas de la gente, trayendo paz a los espíritus de Términa». La canción de la curación es empleada, en un sentido unívoco, del mismo modo a como la entenderían los pitagóricos, y es por esa coincidencia filosófica por lo cual me pregunto si no será que los autores del juego se vieron influenciados por dichas doctrinas.

Si con un instrumento musical se puede cambiar el paso del tiempo, se puede convertir la noche en día, se pueden alterar los elementos y hacer que llueva, se puede acceder y entender al reino animal, podemos transportarnos a través del espacio por largas distancias y, si encima de todo y en un sentido puramente pitagórico, podemos sanar a las almas en pena…

¿Se podría entender que la Ocarina del Tiempo es un instrumento vinculante con el perfecto Cosmos?

¿Es el vendedor de máscaras felices, presunto asesino de Súper Mario, conocedor del Cosmos?

¿Estudiaron Eiji Aonuma y Shigueru Miyamoto a Pitágoras de Samos y su retahíla de seguidores?

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La Máscara de Majora

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Majora’s Mask fue la enésima y sorprendente reinvención de The Legend of Zelda para Nintendo 64. Cuando hoy mismo se cumple el día en que los que hicieron la pertinente reserva han recibido el juego de la saga que mejores críticas ha tenido en 25 años, a mí me apetece hablar del oscuro y, además y también, ensombrecido segundo en discordia. Quien un par de años después del magnánimo Ocarina of Time, decidió formar parte de la familia de grandes títulos que pasaron por Nintendo 64.

Majora’s Mask, creado en un año, contrarreloj, por Eiji Aonuma junto al núcleo duro que hizo posible Ocarina of Time, fue un juego que destilaba una constante atmósfera de fin que acechaba a una ciudad llena de vida. Para impedir el desastre, ofrecía una plena libertad espacial y, también, temporal. Pero, además, ganaba en profundidad, poniendo en liza una retahíla de historias secundarias que, incluso, lograban restar protagonismo al mismísimo Link. En definitiva nos mostraba, en primer plano, el sentir de una masa social; con todas sus miserias y todas sus grandezas, frente a la hecatombe que previsiblemente y tras 72 horas iba a tener lugar.

Adoro a Ocarina of Time, el universalmente reconocido rey de la saga, pero en lo personal no me puedo negar que Majora’s Mask supo ir más lejos aún que su antecesor. En un ejercicio de justicia, sólo consigo verlo en la cima: Veinticinco años de Leyenda para algo como esto. El número 1.

Sin embargo, cuando lo jugué por primera vez, no podía entender cómo el equipo de Aonuma había planteado ese juego. No entendía que permitieran la “humillación” por la que pasa Link, al inicio de la aventura. Quien se había convertido en el héroe más carismático de Nintendo, el protagonista del maravilloso Ocarina of Time: Convertido en un deprimente Deku. Sin su Ocarina. Sin su Caballito -probablemente asesinado por Skull Kid, pensé-. Sin la ayuda prestada por Sheik. Sin poder acudir a su fiel amiga Navi, a quien deseaba encontrar para no sentirse solo…; degradado porque sí, y con una misión que se antojaba complicadísima. Contrarreloj. El Héroe del Tiempo, que parecía invencible, al borde de un abismo del que, de hecho, literalmente se cae. En mitad de una aventura que debe afrontar solo y luchando contra el tiempo, al que nadie puede vencer.

No lo entendía. Hasta que me dí cuenta que en esta ocasión, más que en ninguna otra, Nintendo había logrado su objetivo: implicarte al máximo con “Link”; ese personaje que no habla porque pretenden que seas tú, porque hasta su nombre fue escogido, según plabras de Shigeru Miyamoto, para que fuese un “link” respecto al jugador. Un vínculo que rompa el cuarto muro.

Toda la  frustración, todo ese miedo, toda esa ansiedad por el paso del tiempo vinculan más que nunca a Link con uno mismo y consiguen, entre los muchos méritos de Majora’s Mask, el haber logrado esa empatía tan especial.

Y todo ello -abordando la parte oscura del juego- sin olvidar de que se trataba de un cartucho al que rodeaban varios detalles escalofriantes. Como, por poner un ejemplo, el arbolito del principio del juego, del que dicen que es el cadáver con el que a la postre Skull Kid hace la máscara de Deku para Link. En relación a esto, el mero hecho de que el siniestro vendedor de máscaras tenga una máscara de Mario, te invita a reflexionar hasta qué punto de macabro puedes plantearte que es el juego.

De algún modo, y entre tantas otras cosas, Majora’s Mask sabe plantar en el jugador una semilla maravillosamente perturbadora.

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Good morning, Crono!

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Salvando una etapa comprendida entre los 8 y los 15 años, nunca he sido lo que se llama un “gamer”. No obstante, siempre he tenido a los videojuegos más o menos medio en mente. Como una parte de mi infancia.

Mi primera consola fue una Game Boy ladrillo comprada en Andorra por mi 8 cumpleaños. Mi primera revista especializada (no había Internet como existe hoy) fue una Hobby Consolas que incluía un especial de nosecuantas páginas sobre un juego que, bajo mis ojos de niño, consideraba infinito, increíble, pura fantasía, puro misterio susceptible a una profunda exploración llena de aventuras: The Legend of Zelda, A Link to the Past. Justamente hoy pienso en los videojuegos como eso: Un enlace a mi pasado; una de esas vías que, muy de vez en cuando, te apetecen recuperar y recordar. Un recuerdo que surge desde el plano de la nostalgia, de ese momento en que éramos niños y las tardes, así como los días de vacaciones, pasaban lentos y repletos de experiencias.

En la actualidad a los videojuegos se les mira de otra forma respecto a como se miraban cuando yo sí era un gamer. Ha sido gracias, primero, a los sistemas de Playstation 1 y 2, que trajeron juegos más adultos así como la opción de emplear la consola para algo más que jugar (pelis de dvd, más que nada); y, segundo, al sistema Wii con sus “juegos casuales”, lo que ha supuesto que se origine un cambio eterno y sin vuelta atrás para el reino de los videojuegos: Hoy en día, un adulto que ronde los 40 puede entender un videojuego como un arte más; como el cine o la música. En este mismo sentido apunta su industria, que gasta millonadas y rentabiliza más pasta que Hollywood por cada juego vendido. Los videojuegos, cada vez más, y respaldada por “la generación Nintendo”, ha pasado a ser un sistema de entretenimiento que, de hecho, puede considerarse superior al cine o la música: la historia te la cuentan igual, pero la aventura la vives tú. En cuanto a la música, cada vez es más común que haya grandes compositores musicales detrás de obras interactivas; a veces, incluso, se trata de gente con grandes sueldos y cuyo talento se centra, exclusivamente, a la compañía de turno, como Nobuo Uematsu.

Cuando las cosas se dan así, es mucho más fácil reencontrar ese vínculo al pasado. No hace mucho –sin que sirva de precedente, pues ando bastante entretenido con lo mío- he vuelto a jugar a un videojuego increíble, a mis ojos: el ejemplo perfecto de algo que roza lo inmejorable superando sus limitaciones, y que es capaz de llegarte, incluso, a emocionar por momentos. El juego se llama Chrono Trigger y fue lanzado, inicialmente, en Japón y Estados Unidos para la Super Nintendo. Junto a dos o tres títulos más, considero que es uno de esos juegos que fueron capaces de crear escuela, yendo un poquito más allá que los demás, y haciendo entender a este negocio, no como el entretenimiento, sino como algo susceptible a entenderlo como un nuevo arte. Una nueva maravilla, en este caso, audiovisual.

Es increíble la sensación de disfrutar plenamente de algo que una década antes, siendo niño, te dio tantas satisfacciones. Eso, que es volver a la niñez como si el tiempo no hubiese trascurrido, es pura magia.

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