Alegría de los hombres

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Cuando era pequeño quise ser médico.

Admiro el poder de Asclepio, el dios de la Medicina. El poder de quien llega a una triste habitación de un niño enfermo de cáncer y entonces su sola presencia, sus palabras, son como una pequeña luz en la oscuridad. Esperanza aún cuando el pronóstico es desalentador.

Pienso que todos tenemos problemas, ya sean plenamente justificados o no. No importa qué clase de tinieblas del alma llevemos con nosotros. Como decía el cantante, todos llevamos el mismo dolor.

Aún así, creo fervientemente que existe algo demasiado grande y a lo que TODOS, con problemas de verdad o sin ellos, podemos aspirar. Algo que no es un estado mental efímero como puede ser la felicidad, sino una especie de Tierra Prometida que puedes llevar siempre contigo. Un aprendizaje imperecedero que, a su vez, se traduce en una alegría. Y esto, amigos, no es otra cosa que la alegría de vivir y de ser uno mismo. De saber quién eres y de dónde vienes. De crecer jóvenes de nuevo. De renacer en tu interior y querer ser exactamente lo que eres, no eligiendo otra posibilidad entre todas, aún si tuvieras la opción de poder escoger otra.

La alegría del héroe clásico, Ulysses, que sabe que existe ese algo de lo que hablo, que aún pareciendo ir contra natura, le hace comprender que 20 años no son nada y que Penélope está ahí, esperándola tras los océanos del tiempo sin haber envejecido ni un solo día.

La alegría de Penélope, quien pide a su hijo Telémaco que, a su vez, haga callar a ese aedo que sólo sabe cantar por los muertos de Troya. La magia de saber que su marido sigue vivo y que ella, convirtiéndose en el máximo símbolo e icono de la fidelidad y de la lealtad, lo seguirá esperando hasta el fin de la eternidad.

Esta es una alegría que nunca nos abandona. Ni después de muchísimos años, o durante los momentos más complicados de la vida. Una alegría que siempre se quedará para hacernos sonreír y que consolará a otros seres humanos. La alegría, a fin de cuentas, de poder amar. De que tú eres algo muy grande y si no sabes exactamente qué, quizá sea porque las cosas magnánimas siempre son complicadas de explicar.

No sé a quién va dirigido esto, si es que alguien lo lee. Pero tratad de no perder nunca la esperanza, que esa es nuestra y es lo último que se pierde. Y ese lugar, esa tierra prometida que puedes llevar contigo y que te hará sentirte tan bien y tan seguro de ti mismo como cuando eras un niño y jugabas en la calle hasta que te llamaran a comer a gritos; esa alegría tan especial, tiene que existir para retornar. Para volver, esta vez, de una forma imperecedera.

El Precio de la Eternidad

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Si hay algo —entre alguna que otra cosa más— que yo le deba a mi padre, es el amor por la cultura clásica. Crecí, siendo un niño, viendo películas y documentales sobre las leyendas de los héroes que asediaron Ilión, según los cantos epopéyicos de Homero. Y hoy, en estos días en que, más o menos, he aprendido un poco de algo, hago memoria y digo que no me gustan los súper héroes de la Marvel. Que yo lo que siempre he soñado es parecerme a aquellos imperecederos comandantes griegos que, por infinito, lograron desafiar a los Dioses Olímpicos:

Desearía tener la templanza de Néstor, con la cual nunca podría caer en las tentaciones. Aceptar, de todas, el placer que proporciona sólo el llegar a la meta, pagando el precio de su camino. Eso, la abnegación, y el reconocimiento de que la vida está hecha para sufrir, pues nada importante, sin ello, se puede lograr jamás.

Quisiera tener la fuerza de Áyax el Grande. La fuerza del orgullo ganado. De volver a intentarlo cada vez que fracases. De no darte por vencido ni ante Héctor, el príncipe de los troyanos, quien ya tenía la ventaja -predicha por la clarividente Diosa Atenea- de saber que no podía caer ante Áyax. Este es el poder de decirles «¿pero por qué no?» a los que, poniendo puertas al campo, sólo saben decirte «porque NO».

Desearía tener el valor de Diómedes. La valentía incondicional. No la del temerario que piensa que ha perdido tanto que no le queda nada más por perder, sino la de aquellos que tienen la certeza absoluta de que jamás se ha arrepentido nadie de haber sido valiente alguna vez en la vida.

Desearía tener la velocidad de Aquiles, el de los pies ligeros, y así poder aspirar a atrapar a la tortuga que quiso poner en jaque la idea de que no existe el tiempo, con el que ya aguanto una losa de casi 30 años.

Y desearía, sobre todas las cosas, un pequeño parecido de aquello por lo cual Ulysses, Rey de Ítaca, era conocido como «fecundo en ardides»: su inteligencia y sabiduría. Pero también su ilusión por creer que existe algo, contra natura, que hace que no importe que transcurran 10 años por Troya y otros 10 por la Odisea. Algo que reivindique que no existe el tiempo ni la distancia, si hay amor: La preciosa visión de quien navegando por años, a través de mil aventuras, sabe que Penélope aún la espera sin haber envejecido ni un solo día.


¿Cuál es tu prioridad?

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Mantengo al nivel de máxima prioridad todo lo que supone devorar libros y escribir hasta que se me gasten la yema de los dedos. Volver, un abril de estos, a la ciudad que me vio nacer para correr la popular de atletismo más importante de este país en menos de tres horas. Y tirar, algún día, quién sabe, una fotografía de verdad. Una de las buenas. Una tan bella y sublime que sea imposible y que, por ello, y al igual que lo anteriormente dicho, me mantengan tratando de intentarlo con toda mi ilusión hasta el fin de la eternidad.

Más allá, decido priorizar que mi vida consista en el placer por medio del esfuerzo, y trato de alejarla del otro placer; ese entendido a través de los sentidos. Priorizo por una intensidad de la que, si un día me falta, sé que entonces algo va mal, pues creo que el esfuerzo y la constante actividad enfocada hacia algo grande es el mayor canto a la vida. Porque esa utopía, esa ambición, no sólo te ayudan a caminar, sino que hacen que tu camino transcurra con el viento a favor.

Creo en la pequeña felicidad de cruzar la meta tras correr 42 km sin parar y casi sin reparar en cómo te duele esa maldita rodilla. En enamorar a una mujer cuyo primer pensamiento al devolverte la mirada era darte cuenta que era inalcanzable. En enfrentarte constantemente a todos los miedos que nublen tu mente. En jamás darlos por imposible.

Como decía aquel, los deseos de una persona no se pueden provocar ni reprimir. Surgen puros de profundidades más profundas que todas las intenciones. Y surgen inadvertidosMi única prioridad consiste en localizarlos y tener valor por llevarlos a cabo hasta las últimas consecuencias.

En definitiva, creo fervientemente en que nadie se ha arrepentido jamás de haber sido valiente alguna vez en su vida. 

Soñar con bares… Y algo más

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El único sueño del que creo que no me olvidaré jamás y que, aunque surrealista, percibí que tenía un sentido increíblemente real y profundo:

 Soñé que iba a un bar y que había una cola de gente que comenzaba en la entrada y acababa en una mesa al fondo. Allí esperaba sentado un señor. Estaba solo y bebía una cerveza, aunque pacientemente atendía a todo el que aguardaba en la cola, uno a uno. Pregunté quién era ese hombre y me dijeron que se trataba de Jesús de Nazaret. Personalmente no creo en Dios pero respeto profundamente la figura de Jesús. Así que, por curiosidad, esperé en la cola a que llegara mi turno. Cuando me tocó sentarme delante suya tuvimos un coloquio muy corto. Hubo menos palabras que lenguaje no hablado y la conversación terminó con una frase lacónica que, curiosamente, me hizo sentir especialmente bien.

Cuando desperté, no de forma exacta, recordé lo que me quiso decir; algo así como «si un día no hay nadie, ya sabes que aquí estoy yo».

Good morning, Crono!

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Salvando una etapa comprendida entre los 8 y los 15 años, nunca he sido lo que se llama un “gamer”. No obstante, siempre he tenido a los videojuegos más o menos medio en mente. Como una parte de mi infancia.

Mi primera consola fue una Game Boy ladrillo comprada en Andorra por mi 8 cumpleaños. Mi primera revista especializada (no había Internet como existe hoy) fue una Hobby Consolas que incluía un especial de nosecuantas páginas sobre un juego que, bajo mis ojos de niño, consideraba infinito, increíble, pura fantasía, puro misterio susceptible a una profunda exploración llena de aventuras: The Legend of Zelda, A Link to the Past. Justamente hoy pienso en los videojuegos como eso: Un enlace a mi pasado; una de esas vías que, muy de vez en cuando, te apetecen recuperar y recordar. Un recuerdo que surge desde el plano de la nostalgia, de ese momento en que éramos niños y las tardes, así como los días de vacaciones, pasaban lentos y repletos de experiencias.

En la actualidad a los videojuegos se les mira de otra forma respecto a como se miraban cuando yo sí era un gamer. Ha sido gracias, primero, a los sistemas de Playstation 1 y 2, que trajeron juegos más adultos así como la opción de emplear la consola para algo más que jugar (pelis de dvd, más que nada); y, segundo, al sistema Wii con sus “juegos casuales”, lo que ha supuesto que se origine un cambio eterno y sin vuelta atrás para el reino de los videojuegos: Hoy en día, un adulto que ronde los 40 puede entender un videojuego como un arte más; como el cine o la música. En este mismo sentido apunta su industria, que gasta millonadas y rentabiliza más pasta que Hollywood por cada juego vendido. Los videojuegos, cada vez más, y respaldada por “la generación Nintendo”, ha pasado a ser un sistema de entretenimiento que, de hecho, puede considerarse superior al cine o la música: la historia te la cuentan igual, pero la aventura la vives tú. En cuanto a la música, cada vez es más común que haya grandes compositores musicales detrás de obras interactivas; a veces, incluso, se trata de gente con grandes sueldos y cuyo talento se centra, exclusivamente, a la compañía de turno, como Nobuo Uematsu.

Cuando las cosas se dan así, es mucho más fácil reencontrar ese vínculo al pasado. No hace mucho –sin que sirva de precedente, pues ando bastante entretenido con lo mío- he vuelto a jugar a un videojuego increíble, a mis ojos: el ejemplo perfecto de algo que roza lo inmejorable superando sus limitaciones, y que es capaz de llegarte, incluso, a emocionar por momentos. El juego se llama Chrono Trigger y fue lanzado, inicialmente, en Japón y Estados Unidos para la Super Nintendo. Junto a dos o tres títulos más, considero que es uno de esos juegos que fueron capaces de crear escuela, yendo un poquito más allá que los demás, y haciendo entender a este negocio, no como el entretenimiento, sino como algo susceptible a entenderlo como un nuevo arte. Una nueva maravilla, en este caso, audiovisual.

Es increíble la sensación de disfrutar plenamente de algo que una década antes, siendo niño, te dio tantas satisfacciones. Eso, que es volver a la niñez como si el tiempo no hubiese trascurrido, es pura magia.

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Londres. Sólo ida

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“Londres tiene algo que hace que todo el mundo la encuentre encantadora”, me dijo alguien que lleva más de 20 años viviendo, creciendo y haciendo mucha pasta, por cierto, (aun habiendo empezado de cero) en la capital inglesa. Fue en respuesta a lo que, a priori, iban a ser unas posibles vacaciones por mi parte pero que, a la postre, terminaron en unos cuantos meses de estancia, trabajo y supervivencia.

Bajo mi punto de vista, eso que convierte a Londres en una ciudad tan increíble y adictiva es lo acogedora que es. Sí, pero no acogedora porque sea tranquila, cómoda o barata, precisamente, que para el caso habrá miles de ciudades mucho más satisfactorias  en este sentido. Sino acogedora porque representa una polis que ostenta la gran virtud de generar, en el eventual viajero que acabe dejándose caer por allí, la sensación de que encontrará todo aquello cuanto busque, incrementando la impresión de no sentirse extraño, solo, ni desamparado por la distancia: En definitiva, sea lo que sea que vayas buscando, tangible o intangible, es muy probable que lo vayas a encontrar en un lugar como Londres.

Porque sí. Porque es una ciudad susceptible a hacerte sentir una persona anónima. Una ciudad inmensa que no ha perdido el sentido de tratar de tener ciertos rincones paralelos al clásico campo, destinados a la comodidad y la lejanía del ruido o la polución (un más que buen porcentaje de extensión londinense está constituido por zonas verdes tan grandes como Hyde Park). Incluso a pesar de la crisis mundial, resulta ser una de esas ciudades repletas de posibilidades, que cree en las ideas, en el error humano y en las segundas oportunidades. Es una ciudad para ricos y para menos ricos. Para turismo y para trabajo. Con centenares de opciones a nivel de cultura y entretenimiento y que sabe adoptar lo mejor de cada país que la habita, integrándolo todo en un sitio universal y con una infraestructura que mantiene clasicismo, modernidad y leyendas: Casi cada calle, casi cada rincón, guarda algún mito que te invita a sumergirte por conocerlo. Un día libre en Londres, cargado con una cámara de fotos, algo de comida y 3 ó 4 latas de cerveza se puede convertir en una experiencia a poco que te dejes llevar por ese encanto, por esa historia de la que la ciudad entera pretende hacerte partícipe.

Quizá no sea el sitio ideal para tener una familia, ni tampoco sea la ciudad perfecta para aprender inglés, pero si estás deseando hacer una escapadita en forma de viaje sin billete de vuelta, se me ocurren pocas opciones mejores o más satisfactorias que lo que simboliza Londres.

En cualquier caso, desengañaos: no llueve tanto. Y cuando lo hace, (casi nunca especialmente fuerte) más de una vez tendréis la tentación de querer caminar en libertad por sus calles: sin paraguas, escuchando vuestra canción favorita y sabedores de que en pocos lugares del mundo habréis llegado a tal nivel de encanto y complicidad con un lugar.

¡Corre!

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Al running lo he descubierto hará unos 4 años. Si no recuerdo mal, en verano del 2007. 

No tardé mucho en convertirme en un drogadicto. Me costó, eso sí, algunos disgustos. Era primerizo con mi nueva droga y no conocía los pormenores: el daño que podía llegar a hacer a mi cuerpo. Al principio no me gustó. Me cansaba. Me fui a correr a la orilla, pensando que esto fortalecería mis piernas y, a la larga, me prepararía para correr en asfalto. Al principio fue bien,pero la condición inestable de la orilla, las piedras, un mal calentamiento, un nulo estiramiento y la falta de criterio en general me pasó factura: me lastimó una rodilla. Desoía los dolores. Un mal calzado y unas cuantas sesiones en pleno asfalto me la terminaron de fastidiar. Un eventual sobre-entrenamiento hizo el resto. Aún hoy siento alguna molestia por esa rodilla.

En definitiva, los comienzos no fueron del todo satisfactorios. No obstante, cuando aprendí a correr por un largo tiempo dejando atrás las primerizas molestias, me enamoré perdidamente de las carreras. Significaba un momento de salir, de desconectar, de encontrarme conmigo mismo, de llegar a los límites de mi cuerpo, de ver como éste iba creciendo progresivamente, de llegar a casa y disfrutar de una ducha. De dormir en una cama como si fuese un niño. Cuando llegó el día en que pensaba que podría correr durante toda la eternidad, teniendo la certeza de que el mundo estaba quieto, todo cambió. Correr te convierte en el protagonista de la Tierra. Te hace ver las cosas de otra manera, te culturiza a sufrir por conseguir algo. Y todo ello mientras estás contigo mismo siendo cómplice de tu mente y tu corazón.

Correr me ha ayudado a aprender cosas sobre mí y me ha hecho vivir momentos que no cambiaría.

Adoro correr porque, a pesar de todo, tengo la certeza de saber que esta carrera, en particular, no ha hecho más que empezar.