El fin de la Princesa Tenebrosa

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Bella durmiente moderna y criatura de las tinieblas con piel de alabastro, en un todo. La Princesa Tenebrosa dilapidó su tiempo por una causa, se saltó todos los semáforos de las calles del recuerdo y, profundamente decepcionada, se echó a dormir, marchitándose lentamente. A la espera de un milagro.

Enclaustrada bajo pináculos puntiagudos, en la segunda torre más alta de Fantasía, dentro del país más mórbido del mundo del imaginario. La soberana de la ciudad de los espectros —tierra de miserables, de torres arqueadas y de ambiente desabrido— ya podía distinguir la Nada, a lo lejos.

La Nada. Esa desidia que destruye la lucidez, los deseos y la imaginación, transformándolos en mentiras. Aquello que, al mirar, genera la sensación de quedarte ciego no siendo capaz de ver, ni de desear, ni de querer otra cosa salvo dejarte llevar. Dejar pasar el tiempo, lentamente, hasta que llega, acabando con todo.

Pero no siempre fue así. En otro tiempo bregaba con todas sus fuerzas buscando la redención. No entendía por qué, ni cómo, había llegado a la situación en que estaba, y jamás se daría por vencida. Menos aún portando el recuerdo de aquello por lo que hubo apostado TODO.

Aquello… Lo que antes le ayudaba a despertar cada mañana. Lo que habría valido de argumento para soportar tanto miedo y soledad. Su única aspiración y consuelo, aún.

Un escalofrío recorría su espalda al sentir que ya le pisaba los talones, asediando toda esperanza que pudiese atesorar. Fue el instante en que la Princesa, cansada de ser Princesa, asumió su destino entregando una vida consumida en la ilusiónMinada en lúgubres mentiras que, negro sobre blanco, la Nada transcribió en literatura…

Algo que aún buscaría redimirse, entre las páginas de un blog y los ecos de una canción.

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Duerme un poco más

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Anoche soñé que conocía a una arquitecto que brillaba con luz propia.

Qué manos tenía.

Sólo contando con esa parte de su cuerpo, y por cómo se movían en el aire cuando se expresaba, habría sido capaz de captar la atención de cualquier hombre en este mundo.

Yo era un pobre mortal. Un pescador de la zona fascinado por haber encontrado a una mujer como esa, interesada en aquel lugar.

Alguien completamente alejado de ella. Extraño en su sofisticado mundo.

Soñé que me armaba de valor y que, desafiando toda lógica, un simple pescador lograba convencer a la arquitecto para que viniera a ver un acantilado único en aquel paraje.

Era un día de verano y había sombrillas y hamacas.

Soñé que me pedía que le cogiera de la mano para no tropezar en la arena. Que, en contacto con la mía, se olvidaba del asunto que le había traído hasta allí, de forma que, al final, nos pasábamos todo el día, desde el atardecer hasta el anochecer, sentados en mitad de la playa, bajo las sombrillas.

Soñé que no parábamos de hablar durante muchísimas horas. Que le contaba cosas sobre los equinodermos de aquella costa. Que al llegar la noche le mentía, piadosamente, inventándome constelaciones para sorprenderla.

Soñé que le decía mi nombre y que, de pequeño, me gustaba jugar a aquel juego. Que, de hecho, tenía una cuenta en aquel foro. Que mi nickname hacía alusión a la fotografía.

Entonces ella sonreía, sin decir nada más. Su mano me acariciaba el cuello y yo fijaba mis ojos en sus labios.

Por la mañana, cuando desperté, era plenamente consciente de que todo había sido un sueño y que éste había terminado. Pero decidí irme a comprar una caña de pescar.

Cuando observo bichos pienso en una mujer

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—Es paradójico que incluso un insecto me evoque su recuerdo —pensaba el hombre—; la mujer tiene una mirada muy llamativa.

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Dejando fluir sus pensamientos, se puso a recordar el tiempo que dedicó al estudio de la Entomología.

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—Sé lo suficiente como para hallar belleza en la biodiversidad. Y, sin embargo, jamás he visto, ni por asomo, siquiera la sombra de la magia que encierran esos ojos. Ni aún teniendo la posibilidad de contemplar a todo el reino animal, o me haya contado que esa mirada va a menos por ojeras de algunos sueños echados a perder. Ni por esas consigo encontrar algo que me conduzca a ella.

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El hombre insistía en tratar de captar, en la naturaleza y como quiera que fuese, una parte de esa belleza inherente a todo lo que rodeaba a aquellos ojos. Algo que lograse captar lo latente o su magia, en un instante.

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—Si persigo a una mantis de color verde, puede que esa fotografía consiga transportarla a su infancia, cuando las capturaba siendo pequeña. Pero no son mantis lo que persigo, sino el deseo de que ella ensanche su presente para que no piense más en el pasado. 

Si, por el contrario, ordeno mis pensamientos y recuerdo esa palabra que le gusta tanto, me viene a la cabeza un escarabajo de color turquesa. Mas ella es originalmente de Argentina, y mi tierra también queda un poco lejos de África, donde los coleópteros campan a sus anchas.

Por último, si me distraigo por el aleteo de aquella mariposa, considero que los lepidópteros son de los insectos más llamativos dentro del reino animal y que ella también lo es. Pero no sé. Una vez me contó que, durante algún momento de su vida, hubo algo que le cortó las alas con las que podía soñar el alcanzar cualquier propósito. Que , a diferencia de otros, ella no puede volar a ningún lugar.

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Y, así, llegando al instante en que el hombre ya no consideraba encontrar algo real, pasó a caer en sus fantasías por hallar esa imagen que supiese hacerle justicia.

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—Un animal que se encuentre más allá de los espejos… Más allá del tiempo perdido… Más allá de la más profunda de las voluntades que, en algún momento, acabó transformándose en una retahíla de sueños olvidados… En una falta de deseos.

Voy a ser optimista y pensaré que no es una quimera. Que no está en mi imaginación, sino que es algo real. Algo que, en cualquier momento, lograré plasmar en una fotografía.

Microrrelatos de 140 Caracteres

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Color beige

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Foto oficial y todos muy elegantes: Traje oscuro. Negro, gris o azul. Menos una, en un tercer plano de la instantánea que otros acaparan.

La chica más bonita ocultaba sus nervios tras media sonrisa tímida, y dibujaba su cuerpo con una camisa blanca y una chaqueta color beige.

Creo que no era del todo consciente de la existencia de ese color. Hasta hoy.

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Certeza

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En la noche de aquel jueves, ella le preguntó que por qué no se hizo abogado. Que ésa debía haber sido su profesión.

La mujer, que sonaba creíble, lo miraba con admiración y una curiosidad que sólo recibió su sonrisa melancólica por respuesta.

Sonrisa ataviada por el brillo de unos ojos que, sin palabras, transmitían la incómoda certeza de saber que sería una putada que ella tuviese razón.

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Madrugada de determinación

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Orientada al Este, la estrella más brillante de todo el firmamento; la única capaz de captar la pobre cámara de su celular.

Suenan grillos y un perro lejano. No hace frío ni tiene sueño. Pudiera dar para una siesta… Pero no sin antes ver una Perseida en Septiembre.

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Razones de peso

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Por lo incomprensiblemente sencillo que le resultó encariñarse tanto en tan poco tiempo

y por la epistemología subyacente en las leyes universales de la Probabilidad estadística discreta de sucesos potenciales.

Sus dos razones favoritas para las cuales, en aquella despedida, nunca le hubiese confesado que nadie, jamás, la habría querido tanto como él.

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Demasiado para todos

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—Demasiada mujer para mí —articuló tras la cuarta copa de vino—, y aunque últimamente su uniforme caiga a los pies de cualquier gilipollas,

la realidad nunca será óbice para entender que ni esos besos, ni esa boca, ni su presente, ni su futuro, estarían a la altura de cualquiera.

Y así, con la mirada triste y escéptica, contemplando un tatuaje hecho para recordar cómo disipar los últimos remordimientos,

su acompañante descorchaba la tercera botella, al tiempo que el tocadiscos supo estar a la altura, haciendo girar ‘Telegraph Road’.

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Jamás llegará a los treinta

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—Yo tendría cuidado con los paseos nocturnos… Exponen a malos encuentros. A consecuencias.

Ricardo Maraña le mira los ojos con manifiesta pereza. Al cabo asiente levemente, por dos veces, y echándose un poco atrás en la silla levanta el faldón izquierdo de su chaqueta. Reluce allí el latón en la culata de madera barnizada de una pistola corta de marina.

—Desde que se inventó esto, las consecuencias van en dos direcciones.

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El Asedio (Arturo Pérez-Reverte)

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Si hay un personaje secundario dentro de El Asedio (Alfaguara, 2010) que merezca la pena destacar, ése es Ricardo Maraña (Málaga, 1792). 

«El Marquesito», denominado así por sus modales y aspectos distinguidos (distinguido no es sinónimo de pijo, por cierto) es un segundón de familia bien, aquejado por el último grado de una enfermedad mortal e irreversible.

Arturo Pérez-Reverte, que necesitará algo más de cien páginas para presentarlo en su obra más ambiciosa contando al día de hoy, lo relata remarcando que es «de la clase de hombres que queman una vela por sus dos extremos».

Ostensible cojera tras un incidente sufrido en Trafalgar y expulsado del servicio militar tras herir a un compañero de promoción; Ricardo Maraña ejerce la «piratería legal» bajo patente de corso, siendo el segundo al mando de una rápida balandra de ocho cañones llamada Culebra.

Hombre parco en palabras, el corsario. Cruel y taimado como pocos, lapida la esperanza por su vida tras el manto de una estudiadísima indiferencia. La de aquel a quien las circunstancias lo han convertido en un prematuro héroe cansado.

Heredero de Aquiles y no de Ulises; valiente hasta  acaparar el grado de una insultante temeridad y seguridad en sí mismo. Su futuro, que es la Nada, no dejará cuentas de una vida que se cobra por anticipado, y sí un corazón roto en Puerto de Santa María, así como un poco más de abandono para aquél que fue su capitán y amigo, José Lobo.

Chulo, insolente y despreocupado, en setecientas páginas no le veréis mostrar inquietud ni ante el asedio francés, ni ante la «oscura carrera contra el tiempo» que a él le asedia más que a nadie. 

Y es que, con todo, el marquesito ostenta en su máxima categoría aquel código de Honor que establece que se ha de aceptar el destino, sea el que sea, con dignidad y valor.

Esas dos palabras.

50 palabras

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Tomo el testigo de mi estimada Azo, y dejo una versión de microrrelato formada por 50 palabras. Eso, aunque seguramente el reto empezase en un rincón de algún blog donde ya terminó todo.

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Memoria

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Descubrí que el cielo existía encontrando cabida a su relación con las palabras.

Honor, valentía, admiración, voluntad…

Todas nacieron con tu muerte.

Y pese a que nunca te pude conocer, soñaba con ser como tú.

Espero que no te duela, pero eso era antes.

Ahora…

Quiero parecerme a mi madre.

 

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El Legado de Noys Lambent

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Quisiera recomendar la lectura de El Fin de la Eternidad, de Isaac Asimov, de la que opino que es una novela redonda por muchos motivos.

Podría hablar del suspense. De los giros argumentales. De la credibilidad de Asimov respecto a cómo plantea la Ciencia Ficción. Su virtud por mostrar retales de varios mundos futuros perfectamente estructurados y funcionales, aún empleando la información justa. De lo bien que resuelve el manido tema de los viajes en el tiempo y sus paradojas temporales. Del increíble recurso narrativo que sabe sacar de la manga —excepcional y que pone la piel de gallina— inspirado en encontrar una vieja revista de la que, aparentemente, habría un llamativo anacronismo…

Pero no. 

Omitiré deliberadamente todos esos detalles para profundizar en la personalidad de Noys Lambent, quien me parece el mejor personaje femenino —con permiso de Milady de Winter, femme fatale y palabras mayores— que he leído jamás. Una súper fémina hasta el punto de decir que estoy platónicamente enamorado de un papel de tinta electrónica.

Adoro lo extremadamente rara, misteriosa e impredecible que es. Lo culta e inteligente, aunque sea perfectamente sabedora de hacerse la estúpida. De parecer una simplona.

Mujer de pocas palabras. De aparente candidez en extraña mezcolanza con una lucidez real. Me encanta que tenga ese punto de manipuladora.  Su forma de seducir y obnubilar a un hombre —que desearía aborrecerla— gracias a lo femenina y cariñosa que sabe ser, así como por lo claras que tiene las ideas.

Al mismo tiempo, por las descripciones que proporciona Asimov, siento que sería perfectamente capaz de percibir su maravillosa sonrisa, a la que sólo podía acompañar —inimaginable otra opción— por unos preciosos ojos, grandes y luminosos

Del tipo de sonrisas que, dedicadas a cualquier hombre, simple y mortal, generaría la sensación de nostalgia por intuir que sólo será un instante, y el impacto del olvido respecto a cualquier problema que exista sobre la faz de la Tierra; presente, pasado o futuro.

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Soy consciente que centrarse en un solo personaje para hablar de un libro es irse por lo cerros de Úbeda, más aún cuando ni siquiera es la protagonista principal. Pero que «El Fin de la Eternidad» sea de las mejores historias que he tenido el placer de leer sospecho que se debe expresamente a ella.

Noys alcanza la cota de lo sublime cuando reflexiona sobre la importancia que implica «permitir los fracasos de la Realidad», y cómo ésta sería la clave que nos hace crecer como especie. Enlazado a esto, El Fin de la Eternidad plantea una interrogante que quizás nos hagamos dentro de quinientos siglos: ¿el Hombre deberá centrar sus esfuerzos e investigación en el dominio de los tiempos o en el dominio de los espacios?

Que este libro sea considerado el «capítulo cero» de la llamada Saga de la Fundación, centrada en la Historia sobre la conquista del Universo, nos proporciona una pista sobre la apuesta del señor Asimov, así como la luz que para él llevaría implícita las palabras de Noys Lambent. 

Lambent… «Que brilla con luz tenue», en inglés.

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Photo: BigBoyDenis