El fin de la Princesa Tenebrosa

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Bella durmiente moderna y criatura de las tinieblas con piel de alabastro, en un todo. La Princesa Tenebrosa dilapidó su tiempo por una causa, se saltó todos los semáforos de las calles del recuerdo y, profundamente decepcionada, se echó a dormir, marchitándose lentamente. A la espera de un milagro.

Enclaustrada bajo pináculos puntiagudos, en la segunda torre más alta de Fantasía, dentro del país más mórbido del mundo del imaginario. La soberana de la ciudad de los espectros —tierra de miserables, de torres arqueadas y de ambiente desabrido— ya podía distinguir la Nada, a lo lejos.

La Nada. Esa desidia que destruye la lucidez, los deseos y la imaginación, transformándolos en mentiras. Aquello que, al mirar, genera la sensación de quedarte ciego no siendo capaz de ver, ni de desear, ni de querer otra cosa salvo dejarte llevar. Dejar pasar el tiempo, lentamente, hasta que llega, acabando con todo.

Pero no siempre fue así. En otro tiempo bregaba con todas sus fuerzas buscando la redención. No entendía por qué, ni cómo, había llegado a la situación en que estaba, y jamás se daría por vencida. Menos aún portando el recuerdo de aquello por lo que hubo apostado TODO.

Aquello… Lo que antes le ayudaba a despertar cada mañana. Lo que habría valido de argumento para soportar tanto miedo y soledad. Su única aspiración y consuelo, aún.

Un escalofrío recorría su espalda al sentir que ya le pisaba los talones, asediando toda esperanza que pudiese atesorar. Fue el instante en que la Princesa, cansada de ser Princesa, asumió su destino entregando una vida consumida en la ilusiónMinada en lúgubres mentiras que, negro sobre blanco, la Nada transcribió en literatura…

Algo que aún buscaría redimirse, entre las páginas de un blog y los ecos de una canción.

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Ephemera

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—> CLICK <—

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—Sí, eso es —rió Brissenden—. Buen título, ¿no? Efímero; ésa es la palabra. Y tú eres el responsable, por darle tal calificativo al hombre que siempre está en pie, a lo inorgánico vitalizado, al último efímero, a esa criatura de la temperatura, que pugna por conquistar un breve espacio. Se me metió en la cabeza y tuve que escribir para librarme de ella. Dime lo que te parece.

 
Conforme leía, el rostro de Martin se encendió en un principio, para, luego, palidecer impresionado. Se trataba de arte puro. La forma triunfaba sobre el tema, si es que podía llamarse triunfo a que éste hallara manera de expresar hasta su más leve átomo por medio de una construcción tan perfecta, que hizo que a Martin le diese vueltas la cabeza, le saltaran las lágrimas y le entrasen escalofríos. Se trataba de un largo poema, de seis o setecientos versos, que resultaba inimaginable. No parecía posible realizarlo, y, sin embargo, allí estaba, con tinta negra sobre unas cuartillas de papel. Trataba del hombre y de sus angustias, explorando los abismos en busca de soles remotos y de un arco iris espectral. Era una loca orgía de imaginación, que se alzaba en el cráneo de un moribundo, que casi lloraba en silencio escuchando los latidos de su corazón. El poema estaba escrito en un ritmo majestuoso, al frío tumulto del conflicto interestelar, ante la llegada de las huestes de otros planetas, bajo la influencia de helados soles y de ardientes nebulosas, que danzaban en el negro vacío. En medio de todo ello, batía, incesante y débil, cual una lanzadera de plata, la trémula y frágil voz del hombre, semejante a un quejumbroso vagido entre el aullar de los astros y el chocar de los sistemas.
 
—No hay nada igual en literatura —dijo Martin cuando, al fin, pudo hablar—. Es extraordinario. Se me ha subido a la cabeza. Me siento como embriagado. Casi me impide pensar. Esa voz humana, eterna, llena de angustia y de miedo, sigue resonando en mis oídos. Semeja la marcha fúnebre de un gran mosquito entre el estruendoso barritar de los elefantes y el rugir de los leones. Resulta insaciable, con un deseo microscópico. Sé que me estoy poniendo en ridículo, pero ha llegado a obsesionarme. Eres… no sé lo que eres… Eres extraordinario. ¿Cómo lo consigues? ¿Cómo lo consigues? ¿Cómo lo consigues?
Martin interrumpió su rapsodia, para continuar luego.
 
—No volveré a escribir. No soy más que barro. Me has mostrado la obra del verdadero artesano y artífice. ¡Genio! Eso es más que genial. Trasciende más allá del genio. Es la verdad loca. Es cierto cada uno de sus versos. La ciencia no puede mentir. Es la verdad adivinada por un vidente y extraída del negro metal del cosmos, para convertirla, con un sonido rítmico, en una perfección de belleza y de esplendor. Pero ya no diré nada más. Estoy abrumado. Sólo una cosa. Deja que intente venderlo en tu nombre.
 
Brissenden sonrió.
 
—No existe una sola revista en toda la Cristiandad que se atreviese a publicarlo. Lo sabes muy bien.
—No sé nada en absoluto —le exhortó Martin—. Creo, por el contrario, que no hay una sola revista en toda la Cristiandad que no lo aceptara en seguida. No reciben cosas como ésta a diario. No se trata del poema del año. Es el poema del siglo. Los directores de revista no son totalmente fatuos. Lo sé. Pero te voy a hacer una apuesta. Nos jugamos lo que quieras a que Efímero la aceptan al primer o al segundo intento.
—Sólo una cosa me impide aceptarlo. —Brissenden esperó un instante—. Eso es lo mejor que he hecho en toda mi vida. Lo sé. Es mi canto del cisne. Me siento muy orgulloso. Casi lo adoro. Es mejor que el whisky. Es cuanto soñaba, la obra grandiosa y perfecta, cuando no era más que un muchacho, con dulces ilusiones e ideales limpios. Al fin lo he conseguido, con mi último aliento, y no quiero que lo manoseen y lo ensucien una serie de cerdos. No, no acepto tu proposición.
 

El último sueño de Martin Eden (Spoilers)

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Ya no podía dormir. Le dominaba el sueño pero, a la fuerza, debía mantenerse despierto soportando el blanco resplandor de la vida. Se sentía inquieto. El aire resultaba húmedo y pegajoso y la lluvia no refrescaba. Le dolía la vida. Paseaba por cubierta hasta que se sentía agotado y, entonces, se sentaba en su silla, hasta verse obligado a ponerse en pie.

Encendió la lámpara eléctrica e intentó leer. Uno de los volúmenes era de Swinburne.

Allí estaba el significado de todo.

Anduvo a la deriva y, ahora, Swinburne le mostraba la mejor salida. Deseaba descansar y el descanso le estaba esperando. Se sintió feliz por primera vez en varias semanas. Por fin hallaba el remedio. Tomó el libro y leyó la estrofa en voz alta, muy lentamente:

«Desde un excesivo amor a la vida, desde la esperanza, y el miedo, gracias damos a nuestros dioses particulares, de que ninguna vida sea eterna, de que no vuelvan los muertos, de que incluso los ríos caudalosos desemboquen en el mar.»

Swinburne le daba la llave.

La vida estaba enferma. Había enfermado hasta resultar intolerable. «De que no vuelvan los muertos» El verso le hizo sentir gratitud. Era el único beneficio existente en el Universo. Cuando la vida resultaba una doliente carga, la muerte proporcionaba el anhelado sueño.

Había llegado el momento de irse.

[…]

Fue a caer en un mar de espuma blanca. El costado del barco pasó ante él, cual un muro negro, roto en algunos lugares por portillas iluminadas. Iba muy de prisa. Casi antes de que Eden se diera cuenta, el buque se hallaba ya lejos.

Al ahogarse, sus brazos y piernas se agitaron involuntariamente devolviéndole a la superficie, bajo la luz de las estrellas. El ansia de vivir, se dijo, procurando, en vano, no admitir aire en sus pulmones. Debería intentarlo de otro modo.

Tragó oxígeno, hasta el límite. Esta reserva le arrastraría al fondo. Giró sobre sí mismo, sumergiéndose de cabeza, nadando con todas sus fuerzas. Siguió nadando hacia abajo, hasta que se le cansaron las piernas y los brazos, que apenas podía mover. Sabía que se hallaba a gran profundidad.

Sintió un profundo dolor y como si le estrangulasen. Con sus últimos restos de consciencia, se dijo que aquel dolor no era la muerte. La muerte no producía dolor. Aquella sensación de ahogo era la vida, la punzada de la vida, el último golpe que la vida le propinaba.

Las manos y los pies comenzaron a agitarse, débilmente, como en espasmos. Pero él los había vencido, igual que al ansia de vivir, que los obligaba a moverse. Se encontraba a demasiada profundidad.

Nunca alcanzaría la superficie.

Se sintió flotar lánguidamente en un mar de imágenes y de ensueños. Le rodeaban los colores y las radiaciones, envolviéndole e impregnándole.

¿Qué era aquello?

Semejaba un faro, pero brillaba en su mente; una luz resplandeciente y blanca. Refulgía con mayor viveza cada vez. Hubo un profundo estruendo y le pareció que caía por una interminable escalera. Y, allá en el fondo, se desplomó en las sombras.

Esto fue lo que supo. Había caído en la oscuridad. Y, en el instante de saberlo, dejó de saber.

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Ad astra per aspera

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-¿Quién eres tú? -se preguntó mirándose al espejo al regresar a su dormitorio. Se estuvo contemplando durante un buen rato con curiosidad-.

¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Dónde está tu sitio?

Perteneces a las legiones del trabajo, con todo lo que es bajo, ramplón y feo. Tu puesto está con los bueyes y con los esclavos, en lugares sucios, que huelen mal. Como esas verduras agrias. O esas patatas que se están pudriendo.

¡Huélelas, maldito, huélelas!

Y, sin embargo, te atreves a abrir libros, a escuchar buena música, a que te gusten las buenas pinturas, aprendes a hablar bien, a pensar cosas que no se les ocurren a los de tu clase, a separarte de bueyes y de mujeres vulgares, y a amar a una mujer pálida y espiritual, que está a un millón de millas de ti y que vive en las estrellas.

¿Quién eres tú y qué eres? ¡Maldito seas! ¿Y tú vas a triunfar?

Amenazó con el puño a su imagen en el espejo y, luego, se sentó al borde de la cama, para soñar con los ojos abiertos. Al cabo de un rato, sacó una libreta y el álgebra, perdiéndose en las ecuaciones cuadradas, mientras las horas iban pasando, se apagaban las estrellas y, en la ventana, asomaba la luz grisácea del amanecer.

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-Has salido del barro, -se dijo con toda solemnidad-. Se te han abierto los ojos a un gran resplandor y quieres alzarte a las estrellas con el propósito de conseguir lo que la propia vida ha hecho, matar al simio y al tigre, arrancándole tu herencia a los poderes supremos.

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No puedes detenerte. Has de seguir. Hasta el final.

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Martin Eden, de Jack London

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Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum

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Adoro el Nuevo Testamento. Me fascinan la historias de Jesús: Para los judios, un rabino. Para los musulmanes, un profeta. Para los cristianos, «El Ungido». Ponerlos de acuerdo en reclutarle no es casualidad: La vida del nazareno es sorprendente y está repleta de grandes aprendizajes.

Admiro las historias del Jesús que habla de poner la otra mejilla en tiempos en que te cortaban la cabeza o te crucificaban a la mínima.

El Jesús cuyos mejores amigos eran prostitutas y malhechores: las únicas personas a las que alguien, POR PRIMERA VEZ, les tendió una mano dándoles la segunda oportunidad que la vida no les dio; lo cual cambió de raíz sus vidas.

El Jesús que respondía a unos escandalizados discípulos, que no podían tolerar que hubiese un falso profeta hablando en nombre del nazareno, con aquel «tranquilos, que en verdad os digo que quien se hace pasar por mí, otra cosa no, pero jamás hablaría mal de mí».

Adoro su templanza. La sonrisa que dedica al dubitativo Simón Pedro, al tiempo que le pregunta «¿por qué no vienes tú también?».

Su forma de afrontar la pérdida de imagen que supone visitar al sucio recaudador de impuestos de Mateo, y hacerlo consiguiendo, incluso, ganar imagen.

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El nuevo testamento reúne los ecos de la leyenda de un señor cuyo único milagro es que, en realidad, nunca los hizo. No hacía milagros y la gente le seguía porque fue un artesano de la madera y de las personas. Un hombre que encontró un camino, después de perderse en el desierto, con el que regresó de los pozos del infierno a los 33 años sin que fuese demasiado tarde para hacer mucho ruido.

Si se hubiese desmarcado de «El reino de Dios», Jesús sería el superhombre que profetizó Nietzsche. Palabras mayores.

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Me declaro ateo, pero me encantaría reivindicar que Jesús no es el de las Iglesias. Que el bueno, el de verdad, fue aquel que nos enseñó a ser humildes. A ser valientes. A encarar la debilidad. A despreciar el camino del exceso y seguir el de esforzarte y sufrir como única vía para conseguir algo grande. Que Jesús fue el que nos enseñó, por encima de todo, a tener Esperanza. A luchar con todas tus fuerzas, rebelándote con la determinación que ejerció en el mismísimo Templo de Jerusalem.

Y nos enseñó dando su Vida con la Pasión que le llevó a la muerte. A que sólo podamos llegar a imaginar a qué saben las lágrimas de sangre que brotan de sus ojos mientras lo apalean. A qué sabe el beso con que un amigo le traiciona. Y ser conocedor de que vas a morir. Que una sombra se cierne sobre ti en el preciso instante en que, humillado y presa del miedo, se pregunta si, quizás, después de todo, su padre celestial lo ha abandonado..

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Gracias a mi madre por dejarme apuntar, cuando sólo era un niño, a un grupo de jóvenes católicos que hacían excursiones y tocaban la guitarra.

Y, también, por descubrirme en el coche esta canción de los 70.


Guerrero de la luz

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El guerrero de la luz debe recordar siempre las cinco reglas del combate, escritas por Chuan Tzu hace tres mil años.

1) La Fe: Antes de entrar en una batalla, hay que creer en el motivo de la lucha.

2) El Compañero: Escoge a tus aliados y aprende a luchar acompañado, porque nadie vence una guerra solo.

3) El Tiempo: Una lucha en el invierno es diferente a una lucha en el verano; un buen guerrero presta atención al momento adecuado de entrar en combate.

4) El Espacio: No se lucha en un desfiladero de la misma manera que en una llanura. Considera lo que existe a tu alrededor, y la mejor manera de moverte.

5) La Estrategia: El mejor guerrero es aquel que planifica su combate.

 

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Paulo Coelho

El Pozo Minroud

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«Encogido como un niño no nacido en el vientre de su madre, Bastián yacía en las oscuras profundidades de los cimientos de Fantasia, buscando pacientemente un sueño olvidado, una imagen que pudiera conducirlo hasta el Agua de la Vida.
Como no podía ver en aquella noche eterna de las entrañas de la tierra, no podía elegir nada ni tomar decisión alguna. Tenía que confiar en que la casualidad o un destino misericorde le permitieran hacer alguna vez el descubrimiento necesario. Tarde tras tarde llevaba arriba, a la luz del día que se extinguía, lo que había podido desprender en las profundidades del Pozo Minroud. Y tarde tras tarde su trabajo se revelaba inútil. Sin embargo, Bastián no se lamentaba ni se rebelaba. Había perdido toda compasión de sí mismo. Se había vuelto paciente y silencioso. Aunque sus fuerzas eran inagotables, a menudo se sentía muy cansado.
No se puede decir cuánto tiempo duró aquel áspero trabajo, porque esa clase de trabajos no pueden medirse en días o meses. En cualquier caso, sucedió una tarde que trajo una imagen que, sobre el terreno mismo, lo excitó tanto que tuvo que contenerse para no lanzar un grito de sorpresa que pudiera destruirla.
En la delicada piedra especular -no era muy grande; tenía aproximadamente el tamaño de una página corriente de libro- se veía clara y distintamente un hombre que llevaba una bata blanca. En una mano sostenía una dentadura de escayola. Estaba de pie, y su actitud y la expresión tranquila y preocupada de su rostro conmovieron a Bastián. Pero lo que le impresionó más fue que el hombre estaba congelado en un bloque claro como el cristal. Lo rodeaba por completo una capa de hielo impenetrable, aunque totalmente transparente.
Mientras Bastián contemplaba la imagen que tenía ante sí en la nieve, se despertó en él una añoranza de aquel hombre al que no conocía. Era un sentimiento que venía de muy lejos, como un oleaje tormentoso en el mar que, al principio, no se nota, hasta que se acerca más y más y se convierte por fin en olas poderosas altas como edificios, que lo arrastran y anegan todo. Bastián se ahogó casi en ese sentimiento y tuvo que luchar para respirar. Le dolía el corazón, que le resultaba insuficiente para una añoranza tan grande. Con aquella oleada se hundieron todos los recuerdos que aún tenía de sí mismo. Y olvidó por último lo que le quedaba: su propio nombre.»