El Cine y Quemado por el Sol

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El otro día vi Quemado por el Sol.

A quien me la recomendó -junto con Camino– hará un par de años le tengo por alguien con verdadero criterio de cine de calidad. Capaz, seguramente, de apreciar detalles que yo a priori no advertiría.

Eso, en mi opinión, te lo da dos cosas: Haber visto mucho cine (de muchos lugares y tiempos) y tener cultura, gracias a la cual obtienes las herramientas con las que hacer criba para que no te sea complicado desmarcarte y despreciar aquello que un fulano decide que le debe gustar a todo el mundo, metido habitualmente con calzador bajo una inmensa campaña publicitaria. 

La actitud también tiene su culpa. El entretenimiento, como tal y ya está, tiene un tempo diferente al de la contemplación. Y empleo esa palabra, contemplación, porque estoy convencido que para aquel que considera el cine como algo más, para quien es cinéfilo de verdad, para quien siente que una producción cinematográfica puede llegar a subyugar; para ése, ver cine es lo más parecido a apreciar un arte, lo cual significa, de pleno, tomar distancia, no tener prisa o no esperar -necesariamente- nada a cambio. Palabras diferentes y enfrentadas a la mera consumición de un producto de entretenimiento.

Partiendo de esos principios, supongo que con el tiempo se va adquiriendo una sensibilidad especial que, sin duda, yo no tengo. Sería, salvando las distancias, como la percepción de quien entra en un museo y tiene esa precisión con la que sabe distinguir entre un cuadro verdaderamente bueno del que no lo es tanto.

Y así me encuentro, precisamente, unos días después de haber visto esta película: Como quien observa ese cuadro del que se intuye que tiene algo que lo hace diferente de otros, pero que honestamente no entraría a tratar de dilucidar realmente qué es (quizá por ello nunca me las daría de crítico). Simplemente lo miras y dices «ey, no está nada mal». 

No diré nada de una temática de la que, hasta el momento, no he tenido el placer de estudiar prácticamente nada, pero sí que, muy grosso modo, se trata de una producción rusa ambientada en los años 30, cuya historia gira alrededor de una triste canción que acompaña a un personaje que, a cada rato, va contrastando más y más con los otros protagonistas, de vidas más amables, pero construidas en base a una estampa idealizada. 

Me ha gustado y he disfrutado viendo un tipo de cine del que no estoy acostumbrado, ciertamente.

Camino

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La historia de la Cenicienta contada sin final feliz. Sólo con ratas, tinieblas y llantos.

«Ya no puedo más. Todo es inútil. Ya no puedo creer en nada ni en nadie. Nada me queda. Nada».

Una película dura que muestra lo cruel que puede llegar a ser la vida, a menudo traicionera, y más cuando afecta a quienes, aferrándose a un único libro, optan por seguir uno de tantos aparentes senderos de salvación; lo cual —el leer sólo un libro— les convierte en los peores ignorantes. Mucho peores a quienes jamás leyeron nada.

Perfecta muestra de lo que es el Final: Cuando entonces no queda fe. Cuando el ángel que vigilaba por tu vida se transforma, resultando ser negro. O cuando tus peores pesadillas eran puro verismo de la vida real. Comprobarlo en el mismo instante en que una sombra se cierne sobre ti para tener la certeza de que después no quedará nada.

Me encanta el personaje que interpreta al padre: Filmando a Camino —nombre de la niña protagonista— en vídeo durante todos sus cumpleaños menos en uno, subiéndole el volumen de la música por verla bailar, o regalándole una cajita musical con la que «guardar los secretos» que él jamás contaría a nadie. Ganándose con ello no sólo toda su confianza, sino un honesto «no me extraña que mamá se enamorase de ti»…

En fin. Que no entiendo cómo habré tardado dos años hasta decidirme a verla.

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«Mi problema es que no soy nada cuando tú dejas de imaginarme…»

Iñaki Ochoa, el rescate

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Uno de los documentales que más me han impactado en toda mi vida:

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¿Es justo que toda la sociedad pague la locura o la temeridad  de los alpinistas?

No entro a conjeturar si es justo o no. Pero creo que así debe ser. Hay que ayudar al que lo necesita esté en donde esté. Se ayuda al enfermo, al suicida, al menor, al anciano, al drogadicto…

Así es la sociedad de nuestros días. Hay que salvar al prójimo, aunque se tratase de un imprudente alpinista. Es más barato y es mucho mejor que tener una sociedad de pusilánimes, de seres débiles y timoratos que tiemblan ante la vida y los peligros. Esta sociedad sería mucho más cara y mucho más triste de mantener. Los rescatadores deberán dar gracias por poder ejercer esa profesión de tanto esfuerzo y de tanta dignidad.

Yo así consideré siempre mis ocupaciones como rescatador en montaña, que tantos peligros y esfuerzos me han deparado a lo largo del siglo XX.

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César Pérez de Tudela, respondiendo a una entrevista de Jesús Quintero.

¿Loco por solo o solo por loco?

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En Tu Sonrisa

Ya empieza tu sonrisa,
como el son de la lluvia en los cristales.
La tarde vibra al fondo de frescura,
y brota de la tierra un olor suave,
un olor parecido a tu sonrisa,
y a mover tu sonrisa como un sauce
con el aura de abril; la lluvia roza
vagamente el paisaje,
y hacia adentro se pierde tu sonrisa,
y hacia dentro se borra y se deshace,
y hacia el alma me lleva,
desde el alma me trae,
atónito, a tu lado.
Ya tu sonrisa entre mis labios arde,
y oliendo en ella estoy a tierra limpia,
y a luz, y a la frescura de la tarde
donde brilla de nuevo el sol, y el iris,
movido levemente por el aire,
es como tu sonrisa que se acaba
dejando su hermosura entre los árboles…

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Leopoldo Panero

La última entrevista al menor de los Panero

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Lidia García Rubio

[…] El escritor sin libros, el bufón de la familia al que le tocó el papel más difícil -decir la verdad dulcificada con humor, entre risas y sornas-, falleció en Astorga (León) unos días después de recibir en su casa a CORDEL DE EXTRAVIADOS. Quiso que su último testimonio, que se ha ido publicando fragmentariamente en revistas como INTERVIU o periódicos como CANARIAS 7, quedara reflejado de esta manera y por ello recibió a dos periodistas y a una cineasta que no conocía de nada y que le acompañaron en sus últimos momentos.

A Elba Martínez le permitió tomarle unos últimos planos, a Lidia García unas fotografías y a mi me acepotó la grabadora, su generosidad durante esos días -y noches- fue conmovedora: tenía ganas de hablar y así lo hizo, se privó de pocas cosas a lo largo de su existencia. Su vida concluyó con un trazo sutil y sin alharacas sobre sus dos grandes pasiones: la literatura y el cine, materia ésta última sobre la que se ha realizado una interesante tesis doctoral en la Universidad Complutense a cargo de Jorge García López. Repasando las cintas grabadas afloran partes de la conversación nunca publicadas. Este es un extracto de ellas.

¿Tienes esperanzas de mejorar tu estado?

– No hay, no. Quizás todo se deba a que estoy un poco espeso y ahora busco culpables, pero tambien es verdad que lo estoy llevando con un mínimo de pudor porque podría exhibir la negrura de como se ha portado la gente conmigo en Madrid y en todas partes. Salvo para Enrique Vila-Matas y cuatro más, yo estoy muerto.

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También le quise conocer

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Elpaís / 19-03-2004

Como si después de tanta muerte hubiera preferido no contarse ya entre los vivos […] ha muerto Michi Panero, el menor de los Panero. Hijo de poeta, hermano de poetas. Actor de dos películas sobre la vida familiar, actor de su propia vida, que, muchas veces, como nos sucede a todos, le parecía insuficiente. Insuficiente. Siempre es así.

Sobre todo, cuando se ha conocido la felicidad, cuando se ha perdido. Éramos tan felices. Creo que ésta era la frase que Michi Panero repetía a lo largo de El desencanto, la película de Jaime Chávarri. 1976. La frase que, de pronto, causa un profundo dolor. Una frase que mira hacia atrás, que deja al presente desasistido y solitario. No, ya no somos felices.

En l994, Ricardo Franco, que también ha muerto, hizo una nueva versión de El desencanto, una especie de continuación. Después de tantos años. ¿Eran tantos? No llegaban a veinte. Pero eran muchos, eran años que pesaban como plomo. Felicidad Blanch, la madre, ya ha muerto. La familia se ha disgregado. Curiosamente, aquel jovencito que en la película de Chávarri miraba hacia atrás con nostalgia, ese Michi de mirada risueña, un poco pícara, se ha convertido, prematuramente envejecido, en el bastión familiar. En su brazo se apoya su hermano Leopoldo María mientras caminan juntos por el sendero desdibujado del jardín de la vieja, abandonada, casa de Astorga, la casa del padre. El primero en morir. El que deja el legado de esa familia rota que decide exponer ante nuestros ojos las miserias de las difíciles relaciones humanas, de los lazos de la sangre.

Enfermo, cansado, Michi Panero parecía al borde de la extenuación. Pero aún sonreía levemente, aún le brillaban un poco los ojos, en medio del polvo que habían dejado a su alrededor los años desencantados. En la película de Ricardo Franco y en la película de la vida. Michi era otro. Dejó radicalmente de beber. Empezó a escribir sus memorias. Sin acidez, decía, ¿qué sentido tiene la acidez? Ironía, sí, humor. Pero nada de reproches ni de acusaciones, nada de amargura. Eso me decía, mientras consumía un vaso tras otro de agua embotellada y miraba, sin asomo de nostalgia, mi cerveza o lo que fuere que estuviera bebiendo yo. No dejaba de parecerme heroico que Michi pudiera estar bebiendo agua mientras, a su alrededor, los demás consumíamos bebidas alcohólicas. Pero ese Michi, el que se crecía con el alcohol, el que nos hacía reír con sus comentarios punzantes, ya estaba lejos. Nuestra risa era ahora una risa tranquila. Seguía siendo un observador de la realidad. Cada vez más lejano.

Pero la realidad aún le hería. Poco antes de marcharse a Astorga a pasar los dos últimos años de su vida, a morir en el último y modesto refugio que le quedaba, a morir solo, sin causar molestias a nadie, me comentó que se sentía muy dolido por algo que alguien, un conocido, había dicho de él. No importa qué. Hablamos de la maldad gratuita. Michi lo decía con sorpresa, con perplejidad. Ahí estaba el acento con que, en plena juventud, exclamaba, mirando hacia atrás, qué felices éramos. ¿Por qué perdimos la felicidad?, ¿por qué la gente es tan mala, mala en lo pequeño, mala de una forma absurda, mala como para dejar caer unas malas palabras sobre ti, mala como para querer causarte, cuando ya apenas te queda nada, un poco de daño?

Pero todos causamos algo de daño a los demás, a fin de cuentas. A todos nos remuerde un poco la conciencia cuando juzgamos a los otros con intolerancia. A todos nos duele lo que no hicimos para ayudar a alguien, la mano que no dimos.

En los últimos años de su vida, en aquellas conversaciones tranquilas alrededor de su vaso agua, Michi buscaba rescatar. Le propuse un título para sus memorias: Instantes de felicidad. Porque, cuando sus ojos eran atravesados por ráfagas de alegría -de esa risa que, inesperadamente, nos sacude el cuerpo-, yo sentía que volvía, aunque fuera con tanta fugacidad, un mínimo pedazo de esa dicha perdida. Estaba allí de nuevo, entre nosotros. ¿No buscamos eso todos?

¡Qué de cosas nos arrebata la muerte! Más que nunca, lo sabemos ahora. Entre tanta muerte, buscamos rescatar. Buscamos signos de vida, la felicidad de todas las vidas perdidas. Buscamos los fugaces momentos de alegría en que todo se recupera. Buscamos la forma de convertir la fugacidad en algo imperecedero. Michi, seguiremos intentándolo.

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SOLEDAD PUÉRTOLAS

La falta de comunicación

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He visto unas tres veces Babel, la película de Alejandro González Iñárritu. Y, escuchando esta melodía

…pienso que podría ser perfectamente eterna. Desearía que ese piano y esos violines no acabasen nunca. Me quedaría con lo que para mí destilan: Escucharnos, o tratar de entendernos, un poco más. Sueños románticos. La piel de gallina. Lágrimas en los ojos.

Veo en la televisión del bar japonés a Brad Pitt tras haberse reconciliado de corazón con su mujer, que ha sufrido dos traumas. La reconciliación. Catarsis. Aquello tan dado a huir de la tiranía de las palabras. Correspondencia de las miradas.

Veo al inspector bebiendo sake mientras da la espalda al televisor. Reflexivo por sus propias movidas. Ensimismado por lo que presencia en su día a día.

Termina la película con ese abrazo, también sin palabras, en lo más alto de un rascacielos casi babilónico. El abrazo de un padre a su hija, una niña tartamuda y tarada.

Y me admiro, finalmente, con la simbología de esa hija problemática que anhela estrechar la mano de su padre. Me admiro por elevar a la máxima potencia la necesidad por querer comunicarnos. Por no perder lo que los dioses nos quitaron en la cúspide de la Torre de Babel.

Y que no haya banderas, ni himnos. Me admiro con ese lenguaje común que se deja llevar por un sueño imposible, aunque sólo esté acotado por un ínfimo momento en medio de toda la eternidad. Ni pasado ni futuro: Una única gota de agua en medio de la tempestad.

Es en la comunicación (en su carencia, en su necesidad) donde veo que existen más puntos en común por formar naciones, banderas, territorios, himnos, símbolos. Veo en la necesidad de decir con palabras vacías -“esto es mío, esto es tuyo”- donde nace la querencia por crear vínculos comunes: Países que protejan algo que los integrantes sientan como identificable.

Todo lo demás, empezando por los problemas ajenos que se escapan de aquello que “es nuestro” creo que, o nos da un poco de miedo o nos genera el peor de los rechazos después del odio: la indiferencia.

Raíces, en definitiva, de las peores tinieblas del alma.

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